jueves, 18 de febrero de 2016

Reflexión para el II Domingo de Cuaresma - Ciclo C

¡El Señor es mi luz y mi salvación!
Lecturas: Génesis 15, 5-12.17-18; Salmo 26; Filipenses 3, 17-4,1
Santo Evangelio según San Lucas 9, 28-36

El Domingo anterior, la liturgia nos señaló el sendero del desierto por el cual transitó Jesús, guiado por el Espíritu Santo. Hoy, la escena se da en la montaña, donde el Maestro Bueno quiere llevar a sus discípulos a orar. Dos lugares distintos ciertamente, pero ambos indican de antemano "la victoria del Señor" sobre el pecado y la muerte: En el desierto el diablo es vencido; en la montaña, Jesús muestra su gloria. Hoy contemplamos al Señor Transfigurado y escuchamos la palabra del Padre Eterno que da testimonio de él: "Éste es mi Hijo, mi escogido: escúchenlo". 

Pedro, Santiago y Juan tuvieron el privilegio de contemplar esta escena, pero, al parecer, no la entendieron muy bien. El sueño que tenían, la pesadez en sus ojos, no les dejó percibir con claridad este maravilloso acontecimiento. Incluso no sabían lo que decían: "Maestro, sería bueno quedarnos aquí, y que hiciéramos tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". En la primera lectura también observamos a Abram en esta actitud: "Abram cayó en un letargo profundo y un terror intenso se apoderó de él". Es evidente, la oscuridad, el adormecimiento, la tiniebla cuando se apoderan de nuestra vida, no nos dejan observar a plenitud el Plan que Dios nos tiene preparado.

Tenemos que zafarnos de esa tiniebla que a veces nos envuelve y nos hace, inclusive, torpes en el actuar y en el decir. Quienes nos disponemos a seguir a Jesús, tenemos que pasar por esta experiencia de transfiguración, de transformación pero estando alertas. La fe es la premisa para encender nuestras lámparas. La fe fue la garantía de Abram ante la promesa de ser padre de todas las naciones y "el Señor lo tuvo por justo". Para disipar el pecado de nuestro corazón es necesario contemplar el rostro transfigurado del Maestro Bueno y dejarnos iluminar, no para estar aturdidos, sino para vivir una conversión profunda, lejos de la tiniebla y el adormecimiento. A este respecto nos dice Pablo: "Él transformará nuestro cuerpo miserable en un cuerpo glorioso, semejante al suyo".

Pidamos al Buen Dios que durante esta Cuaresma podamos ser transfigurados totalmente. La transfiguración no fue un acto sólo de Jesús, nos la ofrece para que nos asemejemos a él. El pecado adormece, nos llena de miedo, nos empobrece interiormente y obnubila nuestro corazón. Dejemos que Dios nos ilumine y digamos junto al salmista: "El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién voy a tenerle miedo? El Señor es la defensa de mi vida ¿quién me hará temblar?, así, seguros en el Señor, no vacilaremos en subir a la montaña. contemplar la estrellas que brillan y más aún, contemplar con nuestros ojos al sol que nace de lo alto.

P.D.: No olvidemos seguir practicando las obras de misericordia para vivir a plenitud nuestra transformación interior. Dios les bendiga siempre.

Pbro. Yhoan Horacio Márquez Rosario - Sacerdote de la Diócesis de San Cristóbal - Venezuela.



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